La piedra Michaux, la “Rosetta” de la escritura cuneiforme
La expedición a Oriente de André Michaux, un botánico francés, a finales del siglo XVIII benefició también a la arqueología tras el hallazgo de una estela con las claves de la escritura cuneiforme
En 1782, un botánico emprendió con entusiasmo un viaje al misterioso Oriente. Partió desde Versalles. Aún faltaban siete años para que la revolución pusiese Francia patas arriba, por lo que el fastuoso complejo palaciego todavía era la sede más espectacular del poder real en el país. La misión de André Michaux consistía en obtener especies exóticas con que embellecer los jardines del Trianón, para mayor disfrute de María Antonieta y su séquito.
El científico era una excepción en el ascensor social del Antiguo Régimen, casi estático. Nacido 36 años antes en un hogar campesino de las inmediaciones, había aprovechado su familiaridad con la agricultura para especializarse en las plantas. Estudios con dos botánicos bien relacionados en la corte le habían granjeado una licencia para trabajar en la disciplina de los vegetales. Michaux no tardó en estrenarla en periplos por toda Francia.
Pero la travesía a Oriente era bastante más ambiciosa. Incluía, de hecho, un alto perfil diplomático, además del académico y suntuario. Entre los expedicionarios figuraba el nuevo cónsul galo para Basora, en la actual Irak y entonces en el Imperio otomano. Primo del filósofo Rousseau, este embajador, el jardinero real y el resto de la comitiva zarparon de Marsella hacia levante al rayar la primavera.
Semanas más tarde atracaron con un Michaux ilusionado por “poner por primera vez el pie en Asia”, como apuntó en su diario, “y ver la campaña, las colinas y las montañas cubiertas de verde”. Sin embargo, el legado más trascendente de este histórico viaje no fue botánico, sino, inesperadamente, arqueológico.
Un botánico en el desierto
Durante los tres años que duró la aventura oriental, Michaux había de descubrir a ojos europeos diversas especies vegetales. También describió árboles desconocidos del Cáucaso, tomó muestras de un cereal hoy tan consumido como la espelta, confeccionó herbarios exhaustivos y realizó valiosas anotaciones sobre palmeras datileras y huertos de cítricos, frutas de hueso y especias. Todo esto motivó que Luis XVI lo designase botánico real a su regreso a Versalles el verano de 1785.
Michaux no limitó su atención en Oriente a su campo. Lugares entonces tan pintorescos como Antioquía, Alepo, Bagdad, Basora, Shiraz, Persépolis e Isfahán se sucedieron en su extensa travesía por las actuales Turquía, Siria, Irak e Irán. Digno hijo de la Ilustración, el fitólogo fue ampliando su foco de interés conforme investigaba especies a replantar en Francia.
Examinó, por ejemplo, los sistemas de riego que hacían posible cultivar en suelo árido. Observó aves exóticas. Recorrió los legendarios ríos Éufrates y Tigris y navegó por el golfo Pérsico y el mar Caspio. Atravesó desiertos y oasis en extensas caravanas. Se adentró en los montes Zagros. Disfrutó de la protección de bandidos aliados del pachá Solimán II. Compartió morada con misioneros carmelitas y con un cónsul británico. Sufrió ataques y secuestros de nómadas hostiles. Presenció tensiones fronterizas con el Imperio ruso... Incluso aprendió persa.
Arqueólogo por sorpresa
En sus andanzas también tendió la mirada al pasado. Deambuló por ruinas bizantinas como las basílicas, el santuario y el sepulcro de san Sergio de Rusafa. Pernoctó en castillos musulmanes del Medievo. Contempló con detenimiento desde palacios abasíes hasta casas bagdadíes de terracota. Visitó los mausoleos de los poetas sufís Saadi y Hafiz y, no lejos, la majestuosa explanada de Darío el Grande en una Persépolis aún semienterrada.
“Un día más abajo de Bagdad, en las ruinas de Semíramis, junto al Tigris”, encontró una notable reliquia, según explicó en 1800 en la Revista Enciclopédica a los “aficionados a las antigüedades caldeas”. Fue en septiembre de 1784, al recorrer el emplazamiento donde había estado la antigua Ctesifonte, una capital invernal de los imperios parto y sasánida. Michaux se topó allí con un monolito que sobresalía del suelo, bajo un arco del derruido palacio del emperador sasánida Cosroes I, un edificio del siglo VI d. C. Se trataba de una bella e intrigante estela cincelada en una piedra negra pulida.
Un enigma milenario
Adquirida para la Biblioteca Nacional de Francia en 1801 por Luciano Bonaparte, hermano de Napoleón, la piedra Michaux pronto se halló en boca de todas las sociedades científicas de Europa. Un año después, este impacto se contagió al público general, al publicarse ilustraciones de su aspecto. Incorporaba, en la sección superior, 21 figuras como manifestaciones divinas, construcciones y símbolos, y debajo, cuatro columnas con 95 líneas de misteriosos caracteres en forma de cuña o de clavo.
Viajeros renacentistas ya habían transportado desde Oriente ladrillos y otras piezas sueltas con esos signos enigmáticos, pero nunca documentos íntegros, como en este caso. Como indica la experta Kathryn E. Slanski, “para 1700, la misteriosa escritura en forma de cuña” que había estado emergiendo en las excavaciones pioneras de Nínive y Persépolis, “ya se llamaba ‘cuneiforme’”.
Sin embargo, no eran pocos los paleógrafos que la creían meramente decorativa, sin contenido verbal. Tampoco contribuía a su decodificación que la fuente principal sobre las civilizaciones mesopotámicas aún fuese, básicamente, la Biblia.
Un paso de gigante tuvo lugar a finales de ese siglo, cuando el alemán Carsten Niebuhr hizo públicas unas inscripciones trilingües que había observado en Persépolis. Esta información de 1778 resultó tan importante para comenzar a desencriptar la escritura cuneiforme que señaló el nacimiento de la asiriología, la especialización en la antigua Mesopotamia. El hallazgo de Michaux supuso entonces el mayor desafío planteado a esa rama incipiente y, a la vez, su premio más goloso. Después de todo, era el primer monumento cuneiforme que había llegado entero a Europa.
La Mesopotamia descifrada
Tras diversos ensayos fallidos en la primera mitad del siglo XIX, la piedra logró ser desentrañada en 1861 por sir Henry Rawlinson. La propuesta británica sería optimizada y completada, al filo del siglo siguiente, por el alemán Julius Oppert. No es casual que estos dos entendidos sean considerados los descifradores de la escritura cuneiforme, un éxito compartido al que llegaron de manera independiente en 1857, al igual que el asiriólogo irlandés Edward Hincks. Su trabajo de despacho estimuló y se benefició a la vez del de campo.
En 1895, con la versión de Julius Oppert de la piedra Michaux –descubierta antes que la piedra Rosetta, pero comprendida después–, se inauguró de algún modo la asiriología moderna. Alumbrada el mismo año que el cine, esta depararía menos de un decenio después la puerta de Ishtar, entre otros hallazgos deslumbrantes, ya con el sistema cuneiforme dando pistas útiles para estos descubrimientos.
Había transcurrido más de un siglo desde que un botánico de Versalles desenterró el icono más representativo de ese estilo de escritura. Babilonia y las otras civilizaciones del Tigris y el Éufrates por fin habían recuperado la voz tras largos milenios de un mutismo insondable.
El hito babilónico
“Es una piedra de la naturaleza del basalto, de forma alargada, redondeada y algo aplanada, de 48 centímetros (un pie y medio) y un peso cercano a los 22 kilogramos (44 libras)”. Tal fue la descripción que hizo el propio botánico del monolito mesopotámico en su único testimonio al respecto que ha llegado al presente.
Michaux aún no lo sabía, pero estaba escrito en acadio, el mismo idioma esculpido en la puerta de Ishtar. La piedra se data como del reinado de Marduk-nadin-ahhe (1099-1081 a. C.), sexto gobernante de la II dinastía de Isin, la cuarta que rigió Babilonia.
El narû (estela mesopotámica) del tipo kudurru (mojón limítrofe) refiere en cuneiforme la donación de un terreno de un padre a su hija como dote. Menciona los lindes y extensión de la parcela, así como maldiciones para quien ose violar el contrato.