A la izquierda, 'Retrato de la periodista Sylvia von Harden' (1926), de Otto Dix. A la derecha, 'Secretaria de la Westdeutscher Rundfunk de Colonia' (1931), de August Sander.
El arte alemán que precedió a la llegada de los nazis
El arte nunca sale indemne de las trincheras. Al terminar la Primera Guerra Mundial, la pintura alemana se alejó de los excesos del expresionismo para adoptar un estilo más frío, distante y austero, que aspiraba a reflejar la realidad social tras el final de la contienda bélica. El movimiento, bautizado como “nueva objetividad” en una exposición inaugurada en Mannheim en 1925, apostó por una figuración estoica que rozaba lo inexpresivo, posible reflejo de la cultura de la vergüenza que surgió en Alemania después de su derrota. El arte se llenó de retratos de personajes resignados y con la mirada vacía, perdidos en medio del paisaje absurdo y dislocado provocado por la guerra.
Una exposición pluridisciplinar en el Centro Pompidou de París revisa ahora, a través de una inacabable selección de 900 obras y documentos, la historia oficial de los años veinte en Alemania, casi siempre sujeta a la leyenda dorada de la República de Weimar, que el museo parisiense desmitifica ahora con una mezcla de cautela y valentía. La tesis más atrevida en la muestra, que podrá verse hasta el 5 de septiembre, es que no hubo una ruptura clara entre los años veinte y los treinta. “Se suelen oponer esos dos periodos, cuando fue una transición más fluida de lo que se cree. No hubo un corte en seco”, confirma la comisaria Angela Lampe. En otro gesto osado, la comisaria decidió pintar la última pared del recorrido de un marrón sucio que recuerda al del primer uniforme nazi. Evoca de esa manera el final funesto de esta historia. “Aun así, no es adecuado hacer una lectura teleológica. Los artistas que empezaron a pintar en el año 1925 no podían saber lo que sucedería en 1933”, matiza.
Pese a que los nazis llevaran el movimiento a la hoguera, tildaran a sus artífices de “bolcheviques culturales” y forzaran al exilio a sus mayores pintores, como George Grosz o Max Beckmann, algunos de sus rasgos estilísticos pervivieron. La depuración del expresionismo que llevó a cabo esta escuela parece dialogar con las tesis de Adolf Loos sobre la “inmoralidad” del ornamento. Sin ir más lejos, el cartel de la muestra seminal de 1925 estaba ilustrado con un inexplicable edificio de estilo neoclásico, que tanta fortuna tendría pocos años después. Algunos de sus integrantes siguieron trabajando bajo el nuevo régimen, como Christian Schad, pese a que nunca lo apoyara abiertamente, mientras que Weiner Peiner, incluido en esa primera exposición, se convirtió en un artista admirado por los nazis: uno de sus paisajes rurales, depositarios de las esencias alemanas, fue entregado a Hitler como obsequio cuando llegó al poder. Con todo, la mayor parte de sus integrantes pertenecían a su ala izquierda, que aspiraba a reflejar la pobreza y la exclusión que la industrialización galopante habían provocado en informacion.center. La muestra refleja la fascinación por el productivismo fordista tras la inyección de capital estadounidense en la posguerra alemana, que enriqueció a las mismas empresas que luego financiarían la campaña electoral de Hitler sin rechistar. Pero también deja lugar a los perdedores de ese sistema, obreros, mendigos, gitanos y otros parias que en algunos cuadros abandonan la masa anónima y expresan algo parecido a un desconsuelo.
“Se suele oponer a los años veinte y los años treinta, cuando fue una transición más fluida de lo que se cree. No hubo un corte en seco”, afirma la comisaria
La exposición sostiene que, en la pintura de los años veinte, todo se convirtió en naturaleza muerta, incluidos los humanos. El hombre se transformó en mera arquitectura, en un frágil edificio que ya no estaba a salvo de las bombas ni de los derribos, como esos barrios antiguos arrasados durante la primera ola del racionalismo en ciudades como Fráncfort o Colonia. A partir de entonces, el ser humano será un objeto intercambiable y desechable, igual que las piezas de los muebles desmontables de Marcel Breuer. En el arte de la época, la personalidad o la psicología del modelo ya no tienen importancia. Solo cuenta su profesión y su categoría social. Los artistas se pondrán a clasificar la población como si fueran entomólogos. El mejor ejemplo es el del fotógrafo August Sander, que ocupa un espacio central en la muestra, como si protagonizara una antológica propia dentro de la exposición.
Sander emprendió un proyecto monumental, Hombres del siglo XX, con el que quiso radiografiar la totalidad de los grupos sociales de la República de Weimar, en una gran taxonomía nacional que abarcaba de los empresarios a los campesinos, de los escritores a los locos, de los prisioneros políticos a los primeros nazis de uniforme. Los vasos comunicantes entre fotografía y pintura son otro leit motiv de la exposición. Resulta obvio que la primera disciplina influyó en la segunda a la hora de alejarse de la subjetividad artística. “Aunque luego se haya entendido que la fotografía también es una construcción, entonces parecía un arte más cercano a la realidad que la pintura”, explica Lampe. En realidad, ese influjo fue mutuo. Lo demuestran algunas composiciones de Sander, que parecen calcadas de los cuadros de Otto Dix. Por ejemplo, una instantánea de 1931 protagonizada por una secretaria podría inspirarse en el conocido retrato que hizo Dix de la periodista Sylvia von Harden cinco años antes, en el que hoy se adivina también una relativa misoginia.
Esa es otra de las lecciones de la muestra, dedicada a un estilo que vendió como neutralidad omnisciente lo que ahora parece un gusto creciente por la caricatura y la crítica velada a una sociedad inmersa en una brutal transformación. El Berlín de los años veinte pasó a la historia como un paraíso del libertinaje y la tolerancia, como la capital de la subcultura homosexual que reinaba en sus 170 cabarets nocturnos y la de la liberación de la mujer, que conquistó el derecho al voto en 1918. El retrato que hace el Pompidou es mucho más ambivalente. “Todo eso existió, pero también la otra cara de la moneda. Algunos artistas sintieron miedo de esa emancipación, de esa confusión de géneros, y reaccionaron con violencia”, sostiene Lampe. La exposición lo ejemplifica con cuadros que recogen crímenes sexuales que sirvieron “para matar a la mujer simbólicamente”, según la comisaria. El propio Dix recoge, en su infame retrato del joyero Karl Krall, todos los estereotipos homófobos de la época, que solían equiparar la homosexualidad con el hermafroditismo. La muestra expone ese lienzo al lado de un filme de 1922 que recoge las tesis del médico Eugen Steinach, que creía que esa orientación sexual era una transgresión del orden biológico que la cirugía sería capaz de corregir.
En otro de sus cuadros más conocidos, Dix retrató a Anita Berber, bailarina bisexual y yonqui, con el rostro consumido por el pecado, como si fuera un presagio de su muerte, pocos meses después, a los 29 años. Su semblanza parece cualquier cosa excepto una celebración de la amoralidad de ese personaje transgresor.
Al final de la muestra, una pared semitransparente comunica el principio del recorrido con la última sala, dedicada a la exposición que los nazis organizaron al llegar al poder en 1933 para denigrar y enterrar al movimiento. Solo han transcurrido ocho años, en los que la nueva objetividad ha pasado de ser el colmo de la modernidad para convertirse en la antesala del arte degenerado. Sin embargo, nunca morirá del todo. Influirá en sucesivas escuelas de la inextinguible figuración, de Balthus a los pintores afroamericanos de última hornada. Sin contar con su arraigo en el realismo socialista, que reinterpretó sus superficies llanas, sus formas sencillas y su espíritu didáctico, el mismo que impregnaría el teatro épico de Brecht, la poesía “utilitaria” del periodo de entreguerras o la llamada Zeitoper u “ópera de actualidad”. Eso es, sin lugar a dudas, lo que Goebbels no vio venir.
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