Adán y Eva
SUZANNE VALADON
1909
#emocionarte
#carlosdelamor
Estaban todas las entradas vendidas en el Circo Mollier. Marie tenía un mal presentimiento con el número que le tocaba estrenar. Aquella acrobacia solo había logrado hacerla bien dos veces, y eso es muy poco para llevarla a la práctica; pero su jefe se había empeñado en que urgía cambiar el repertorio y Marie, a sus 16 años, era un reclamo para atraer nuevos ojos. A Marie no es que le gustara especialmente el circo. Le atraía el ambiente que rodeaba la función y el posterior. Todo Montmartre buscaba cobijo debajo de la carpa antes o después. A su madre no le parecía lo más indicado para ella, pero tampoco es que tuviera mucho tiempo para preocuparse sobre lo que hacía su hija. Bastante tenía con sacarla adelante.Esa tarde, en los asientos estaba un artista del barrio que ya era muy reconocido y que siempre la miraba como hipnotizado. Era Toulouse-Lautrec. Un tipo muy extraño y feo.La pasión de Marie siempre había sido pintar. Se podía pasar horas pintando, aunque ahora le tocara dibujar tirabuzones en el aire.Empezó el espectáculo. La verdad es que todos los números eran previsibles; la gente los conocía
de memoria. Por eso hubo algo de exaltación cuando anunciaron la novedad que ella iba a protagonizar.Marie se dirigió al trapecio mientras los aplausos ahogaban la voz del animador. Agarró el columpio y empezó a balancearse. Cuando la fuerza del movimiento fue suficiente comenzó el número. Se sentó en la barra, se deslizó y dejó caer su cuerpo al vacío para, con su pierna derecha —en realidad, con el pie derecho—, quedar suspendida. Desde arriba veía al público y cruzó la mirada con la de esos pintores a los que le gustaría parecerse. Su cabeza se marchó lejos de ahí y recordó las primeras flores que pintó siendo una niña. Sintió incluso que podía olerlas. Su pie comenzó a perder fuerza. Despertó justo cuando caía al vacío, una caída acompañadade un grito colectivo.La altura no era excesiva, pero en ese segundo que tardó en caer le pareció que podría analizar cada una de las caras del público. Tenían la mirada llena de miedo ajeno, ese miedo que es más cercano a la sorpresa porque no te afecta directamente. Algunos apartaban esa mirada. El impacto fue con la pierna, luego llegó el resto del cuerpo, pero el trabajo sucio lo había hecho la pierna. Intentó ponerse en pie pero se sentía mareada. Dos acróbatas que debían actuar después la levantaron y la llevaron al camerino que todos compartían. Allí, una de sus buenas amigas le dijo que quizá su carrera en el circo había terminado.Pero Marie no quería dejar atrás ese mundo que había logrado sacarla de las calles, de robar en los ultramarinos y de no saber dónde iba a dormir ese día. Ahora alternaba, ganaba algo de dinero, bebía
de noche y se acostaba casi al alba, olvidando que había llegado a París huyendo de la aburrida existencia en su Bessines-sur Gartempe natal. Huyendo de las apuestas que hacían en el pueblo por saber, de todos con los que se había acostado su madre, quien era su padre.—Marie, con tu figura podrías ser modelo. Yo creo que triunfarías. Además, con lo que a ti te gusta pintar, ¡estarías encantada! Conozco a un artista que viene por aquí de vez en cuando al que puedes ir de mi parte.
—No sé. Dejar el circo, ahora que empieza a irme bien…—Prueba, no pasa nada por probar. Se llama Puvis de Chavannes.La historia de Marie Clementine Valade, nacida en 1865, daría para escribir varias novelas y hacer un par de películas. Esta artista de circo, retirada muy joven del trapecio por una lesión y enamorada de la pintura, pasó a la historia como Suzanne Valadon. Fue camarera, modista, confeccionó también coronas fúnebres, trabajadora del circo y modelo. Modelo, primero, de pintores de cuarta y, luego, de pintores de primera. Es fácil seguir su rastro en obras de Renoir, como el Baile en Bougival (1883), en La resaca (1888), de Henri de Toulouse-Lautrec, o En el baile, de Berthe Morisot, entre muchasotras. De todos aprendía, aunque del que más, de Degas, amigo íntimo y para el que no posó nunca. Suzanne es un caso atípico en la historia del arte, porque primero fue musa y luego, artista. La caracterizó su libertad en una sociedad hipócrita en todo lo referido a los derechos de la mujer. Con muchos de los artistas para los que posaba tuvo relaciones amorosas y/o sexuales. Tuvo, al menos, dos grandes enamorados, el músico Erik Satie y Henri de Toulouse-Lautrec. Satie, que quiso casarse con ella el día después de conocerla, nunca superó la ruptura después de un año de relación. Fue tan grande el desengaño que compuso Vexations (Vejaciones), una partitura de solo dieciocho notas que, como reza su encabezado, debe tocarse 840 veces seguidas. Él dejó esa especie de réquiem por su amor, y por sí mismo, y ella un retrato de Satie maravilloso.Otro de sus grandes enamorados fue el hombre que la vio subida a un trapecio, el aristócrata discapacitado Toulouse-Lautrec. La relación que mantuvo con ella oscilaba entre lo carnal y lo platónico. Cuenta la leyenda que muchas noches Lautrec dejaba en la puerta de su habitación un jarrón con flores frescas que ella recogía y en secreto pintaba. Hasta que un día él vio esos cuadros y quedó deslumbrado por su colorido y su fuerza expresiva. Toulouse-Lautrec la guio y lo primero que le dijo fue que alguien con el nombre de Marie-Clementine no iba a llegar muy lejos. Nacía Suzanne Valadon, pero la historia no paraba ahí.Ya hemos dicho que había para dos películas.Se enamoró de ella un pudiente abogado que la quiso reconducir hacia una vida burguesa y tradicional, con casa de campo incluida, Suzanne aguantó poco. Además, el abogado no quería hacerse cargo del hijo que ella había tenido y del que nunca se supo quién era el padre, aunque las apuestas se inclinaban hacia Puvis de Chavannes o Renoir. El niño, de nombre Maurice, era ya alcohólico a los 15 años y solo un crítico ingeniero español, viejo pretendiente, aceptó darle su apellido. Miguel Utrillo y Molins, que llegó a París para hacer crónicas de la Exposición Universal, se prestó a ello.A Maurice Utrillo le gustaban el alcohol y la pintura a partes iguales. Influido por su madre, se convertiría en uno de los artistas más personales e importantes del siglo XX, a pesar de tener poco éxito en vida. Su dejadez era tal que solía entregar cuadros a cambio de botellas de vino o comida en cualquier establecimiento de Montmartre. Hubo un momento en que no había pared de la que no colgara un Utrillo, lo que supuso un problema cuando su suerte cambió y su obra se empezó a revalorizar. Es famoso el color blanco de sus obras, el «blanco Utrillo». Maurice, que parecía condenado a amanecer muerto en algún portal, duró más de lo que parecía en un principio y consiguió cierta tranquilidad al casarse con una adinerada coleccionista.
Como el guion de la película parece inverosímil, seguiremos retorciéndolo. Un día, Maurice llevó a casa a su amigo André Utter, también pintor. Suzanne puso sus ojos en él y él le devolvió la mirada. Los dos protagonistas del cuadro de esta entrada son Suzanne y André como Adán y Eva. La libertad de Suzanne la llevó a ser una pionera en pintar desnudos de hombres y mujeres juntos y ese cuadro es una prueba evidente. Probablemente esta obra es una de las pocas en las que hizo alguna concesión, al tapar los genitales de Adán después de la protesta de la Sociedad de Bellas Artes. Un cuadro que representa la felicidad, a pesar de lo que muchos veían como un pecado: la relación de una mujer de cuarenta y cuatro años con un chico de veintitrés. Si la historia era al revés pocos decían algo, pero siendo de ese modo muchos se echaban las manos a la cabeza. No han cambiado demasiado las cosas; ha pasado un siglo, pero hay quién sigue mirando como si viviese a principios del XX. Veinticinco años estuvieron juntos y, con Maurice, formaron lo que ellos mismos bautizaron como «Trinidad Maldita». En un París dominado por Picasso, por un lado, y Cézanne, por otro, ellos decidieron ir por libre.Un poco más, solo un poco más, para redondear la increíble biografía de Suzanne. En el camino nos hemos dejado los testimonios que hablan de que en su estudio vivía una cabra a la que daba de comer los dibujos que no le gustaban. Sí parece más verosímil que acabara sus días vagando por Montmartre, ida y con el rumbo perdido, recordando los tiempos en los que las noches se alargaban con Toulousse-Lautrec, Renoir y compañía. Aquella caída del trapecio posibilitó la carrera de una de las grandes del postimpresionismo, una mujer que demuestra que se pueden vivir muchas vidas en una sola (y pintarlas).
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