Muchacha de Figueres
SALVADOR DALÍ
Fecha 1926
Dimensiones 20,8 x 21,5 cm
Técnica Óleo sobre madera
Ubicación Teatro-Museo Dalí
https://www.salvador-dali.org/es/
Óleo presente en la segunda exposición individual del artista en las galerías Dalmau de Barcelona, celebrada del 31 de diciembre de 1926 al 14 de enero de 1927, que muestra su primer viaje a París en abril de 1926, cuando visita el taller de Picasso, y a quien considera Maestro. Es una obra inquietante por la precisión realista del paisaje en contraste con el personaje imaginario, que asociamos con un estereotipo femenino de la moda y la publicidad del momento. Destaca asimismo el anuncio de la casa automovilística Ford. En la última época del pintor en Figueres, en Torre Galatea, había mostrado insistentemente su deseo de recuperar este óleo para exponerlo en su Teatro-Museo. Finalmente se pudo adquirir y se muestra habitualmente en la Sala del Tesoro.
#EmocionArte
—¿No te aburres todo el día aquí arriba en la terraza, Salvador? ¿Qué haces tanto tiempo solo? No entiendo que siempre me pintes de espaldas y en ventanas o miradores. Alguna vez quiero darme la vuelta y que se vea mi cara. No tardes mucho en bajar, que aunque haya salido un buen día ya empieza a refrescar. Está siendo un otoño extraño, ¿verdad? Aquí estamos, vestidos casi de verano y los árboles desnudos de hojas. ¿Y cómo llamarás a la obra? ¿Sigo haciendo que coso? ¡Dime algo! No hablas nada, pareces en trance. Papá quería subir, menos mal que al final el trabajo no se lo ha permitido. Fue una suerte mudarnos tan cerca. Claro, que nosotros no recordamos nada de la anterior casa, pero no me imagino en otro sitio que no sea en esta calle Monturiol. Además, que papá tenga la notaría en el bajo es estupendo, así estamos más tiempo juntos. Oye, ¿y de verdad crees que vas a poder vivir de los cuadros? Mira que los pintores se mueren de hambre. Eres raro, Salvador. Siento decirte eso, pero eres raro. Alguna vez he subido a espiarte y te he visto corriendo desnudo, gritando como un demente. En otra ocasión te observé mientras te ponías pinzas de colgar la ropa en la nariz y aguantabas el dolor y la respiración. A punto estuve de ir en tu auxilio, pero luego me decía que es imposible morir así porque uno no puede ahogarse a sí mismo. ¿Sabes que el instinto de supervivencia provoca que respiremos, aunque queramos morir aguantando sin respirar? Llega un momento en el que nuestro cerebro obliga a nuestros pulmones a activarse. No me gusta mucho esta plaza como fondo de un cuadro, espero que al menos aparezcan esas montañas y la ermita. Date prisa, Salvador, que además pronto empezaré a moverme, y me equivocaré, y no quiero. Oye, ¿y ese Pablo que tanto te obsesiona? ¿Por qué es tan importante para ti? He visto algunos cuadros suyos y tampoco es para tanto. ¿Se gana la vida con ellos? Cuéntame algo de tus viajes por Francia, anda. ¡Qué suerte poder ver mundo! Fíjate, si este cuadro viaja por otros países ni siquiera mi figura pintada va a poder ver nada. ¡Me condenas para siempre a ver el cielo de Figueras! O dime, ¿qué tal por Madrid? La Residencia está bien, ¿verdad? Podrías invitar a Federico a Cadaqués este verano. ¡Vaya susto me han dado las campanas! ¡¡¡Salvador!!! ¡Menudo aburrimiento! Es la última vez que hago de modelo. Es que no me dices nada. ¡Cuenta algo! —No has parado de hablar, Anna. Es muy difícil para mí mantener el grado de concentración que requiere este trabajo si estás todo el rato preguntando. Hemos terminado. Yo me quedaré un rato aquí arriba.
Anna María se asomó a espiar el cuadro y, aunque su hermano intentó ocultárselo, logró alcanzar a ver cómo le había cambiado algo el peinado. Es un peinado a la «moda decó», como él le había pedido, y que ella, después de ver la foto que le había enseñado, intentó imitar como pudo.
—Y ese letrero tan grande de Ford, ¿qué pinta ahí? No entiendo nada. Bueno, confío en que lo expongas en Dalmau si haces otra muestra pronto.
—Tranquila, Anna María. Y vete para abajo, que estará lista la cena. Ah, y ese Pablo se llama Pablo, pero le llaman por su apellido: Picasso. A él le enseñaré primero esta obra, si tiene a bien verla.
A este cuadro de la primera etapa de Salvador Dalí le tengo especial cariño porque hace unos años estuve en la misma terraza y en el lugar exacto donde, hace casi un siglo, Salvador Dalí pintaba a su hermana. Esa hermana que un año después pintaría, de espaldas también, en la casa que tenían en Cadaqués, solo que en esta ocasión ella miraría al mar Mediterráneo.
Subir a esa terraza, en el número 10 de la calle Monturiol, tiene algo de mágico. Después de ver el piso familiar, un par de plantas más abajo, en esa terraza comprendes, mejor que leyendo cien artículos, el espíritu de un artista inclasificable que confesaba que subía hasta allí, entre otras cosas, para «pincharme agujas de prender la ropa en cada oreja y otra en la nariz, y una corona pequeña… Me hacía un daño terrible. Pasaba así una hora entera de cilicio, de martirio».
En ese mismo tejado hay una especie de trastero con una pila que Dalí llenaba de agua y donde se bañaba desnudo mientras veía los cielos de Figueras; hay dibujos de esos baños. En un edificio colindante vemos unas pequeñas ventanas que tienen la misma forma que un cuadro de nombre imposible de aprender, Gala desnuda mirando el mar que a 18 metros aparece el presidente Lincoln, uno de los exponentes de un método que seguro tiene su raíz en esa azotea: el método «paranoico-crítico».
A Dalí hay que entenderle, como a casi todo el mundo, fijándonos primero en su infancia. En un paseo por el cementerio de Figueres, un amable enterrador me mostró la tumba del hermano del pintor que murió siendo un bebé, un hermano que se llamaba Salvador. Eso siempre le impresionó, por eso afirmaba que cometía todo tipo de excentricidades para confirmar que él era el hermano vivo. Seguir su rastro por Figueres y Cadaqués es relativamente fácil y apasionante. Quizá el Dalí de esos primeros años fue el más auténtico. Luego empezó a colocarse una máscara sobre otra máscara y, sobre esta, otra que hacía imposible distinguir entre el hombre y el personaje que se había inventado ese hombre. Dalí, que no acaba nunca porque nunca se muestra del todo, termina siendo un enorme artista motivo de caricatura y de mofa. Le imaginamos en la actualidad y daría mucho juego en las redes sociales que, a buen seguro, él habría utilizado para beneficio propio. Porque todo, o casi todo, en Dalí se orientaba en la búsqueda de un beneficio.
La relación de Anna María y Salvador, que había sido muy buena, se quebró en 1929 con la aparición de la omnipresente Gala, en esa visita mítica a Cadaqués junto a Paul Éluard y René Magritte. Cuarenta años estuvieron sin hablarse por las desavenencias con la que sería segunda musa de Dalí, y también por la facilidad para olvidar que tuvo siempre el genio del bigote nacional durante la contienda, Dalí miró para otro lado, hasta el punto de que llegó a sentirse cómodo en la dictadura franquista. La relación entre los hermanos se hizo definitivamente irreconducible después de la publicación, en 1942, de La vida secreta de Salvador Dalí, que Anna consideró inmoral. Pocos años después, ella publicaba Dalí visto por su hermana, en la que ajustaba alguna cuenta pendiente con él, embite al que el pintor, supuestamente, responde en 1954 con el cuadro Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad, una «versión» de la célebre Muchacha en la ventana.
Picasso mostró mucho interés por el cuadro Muchacha de Figueres. Nace aquí también una de las relaciones artísticas más peculiares de la historia, basada en la rivalidad y la admiración. Rivalidad sobre todo en una dirección, del discípulo hacia el maestro. Una rivalidad que se convirtió en división durante el franquismo y que se puede resumir en este juego de afirmaciones y negaciones salidas de la boca de Dalí:
Picasso es español, yo también. Picasso es un genio, yo también. Picasso tiene 72 años, yo unos 48. Picasso es conocido mundialmente, yo también. Picasso es comunista, yo tampoco.
Muchas veces el talento de Dalí se le escapaba a borbotones por una boca demasiado grande.
Esa Anna María, que plácidamente posa en la terraza de la calle Monturiol, caería en manos de una checa durante la Guerra Civil siendo acusada de espionaje y torturada durante dos semanas. Nunca volvió a ser la misma.
A pesar de eso, y a pesar de que Federiquito —como llamaba Anna a Lorca— había sido asesinado por el bando Dalí murió en 1989, escuchando Tristán e Isolda;Anna María murió cuatro meses más tarde. Él, en Figueres; ella, en Cadaqués. Los dos bastante solos.
Muy lejano quedaba aquel plácido y caluroso día de otoño en el que él la pintó en la azotea de la casa familiar. Cuando todo estaba por hacer.
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