martes, 9 de diciembre de 2025

Academicismo <> Romanticismo

Jean-Auguste-Dominique Ingres, La apoteosis de Homero (Salón de 1827-1828). Museo del Louvre, París.

El arqueólogo Désiré R. Roch (que había asesorado a Ingres en las inscripciones latinas y griegas que incluyó en los peldaños) exclamó: "¡Parece un fresco que acaba de ser descubierto en unas ruinas antiguas!".

Eugène Delacroix, La muerte de Sardanápalo (Salón de 1827-1828). Museo del Louvre, París.
El mismo Delacroix calificó esta pintura como "una proeza de guerra contra el pastiche espartano de Ingres".

La crítica y el Salón: más arte oficial y menos arte marginal

En realidad, el debate que se desarrolla en los salones de París entre Ingres como representante del clasicismo y Delacroix como representante del Romanticismo obedece más a un problema teórico que pictórico, pues realmente la técnica lineal de Ingres puede ser tan moderna e innovadora como la suelta de Delacroix. Desde la Ilustración, y en cierta manera como reacción al Barroco, la Academia defendió la predominancia de la línea frente al color en tanto que el primero apelaba a la razón (es decir al intelecto, donde residen las ideas y el pensamiento) y el segundo a los sentidos (a través de los que captamos un mundo en constante cambio) La realidad del mundo del pensamiento es, según el esquema académico, superior a la del mundo sensorial puesto que aquella ordena en categorías y leyes lo que aquí se nos presenta en apariencia como un caos. Pintar a base de manchas de color equivalía, por tanto, a valorar lo particular y lo inestable por encima de lo universal e invariable.

Con sus formas serpenteantes Ingres demostró que la inestabilidad propia de lo sensible se podía también transmitir a través del dibujo, desarticulando así radicalmente la teoría artística de la Academia, cuya vida en el mundo del arte quedó, en muchos casos, relegada a perpetuarse bajo una normativa puramente formal, vacía y estereotipada que será propia de la pintura académica de la segunda mitad de siglo. muchos de cuyos frutos hoy nos parecen de dudosos resultados. No obstante, Ingres acabó por representar el aparato cultural académico (no olvidemos su cargo de director en la Academia de Roma entre 1834 y 1841) y, ciertamente, sus coetáneos (a excepción precisamente de algunos románticos como Gautier) no le identificaron con sus líneas deformantes sino más bien con aquellas otras que, por su rigidez y severidad, fueron entendidas como continuación de aquel clasicismo davidiano perdido y añorado. Pero la tradición grecorromana que Ingres exaltó en obras como La apoteosis de Homero (cuya imagen llegó a convertirse entonces en el emblema de los defensores del clasicismo) no responde al espí-ritu ético y moral de su maestro, sino al trabajo de reconstrucción propio de un arqueólogo . La estricta simetría de la arquitectura y de las figuras -las cuales, por cierto, representan a los distintos personajes que a lo largo de la historia occidental han sido asociados al clasicismo: desde el divino Homero coronado en el centro, hasta Corneille y Racine, pasando, claro está, por Dante y Rafael- son recursos ideológicos que Ingres utiliza para justificar este tipo de arte frente a la incipiente incursión de la temida competencia de los román-ticos, considerados entonces antitradicionales y anticlásicos.

El mismo año en que Ingres expuso La apoteosis de Homero, su mayor contrincante, Delacroix, mostró en el Salón su desenfrenada Muerte de Sardanápalo, antítesis del orden y de la mesura. La confrontación entre estos pintores, que en algunos casos llegó a ser incluso personal, reflejó dos de las principales tendencias del gusto de la época una académica aferrada a la tradición y al dibujo, y otra colorista e innovadora y reacia a las normas aunque en ningun caso marginal, ya que si bien fue rechazada por la Academia (cuyo sentido del gusto seguía anclado en el pasado), en cierto modo fue protegida oficialmente por el gobierno, cuyas perspectivas políticas se identificaban mejor con el estilo de las nuevas corrientes-

En efecto. Delacroix tuvo el beneplácito de las autoridades estatales desde 1822. ese año, cuando el pintor sólo contaba con veinticuatro años de edad, el gobierno adquirió una de sus obras, un honor que Ingres, bastante mayor, no logró hasta un año después. Es más, desde los inicios de su carrera fue defendido por el representante de la crítica oficial Adolphe Thiers, quien, tras la revolución de 1830, llegará a ser ministro durante el gobierno liberal de Luis Felipe La política acomodaticia de este monarca propiciaba un arte burgués -eso sí, de contenido moderado que le sirviera para identificarse con la clase media a la que pretendia mantener satisfecha. Las obras de Delacroix, incluso las de contenido revolucionario como La libertad guiando al pueblo por cierto, también adquirida por el gobierno parecían adaptarse bien a las exigencias del gusto oficial, cuyos encargos (la biblioteca de la Cámara de los Diputados, el techo de la galería de Apolo en el Louvre y los murales de la capilla de los Angeles en la Iglesia de Saint-Sulpice) le ocuparon hasta el final de su vida. Su fama como pintor rebelde procede de las célebres críticas que Baudelaire, el poeta maldito de Las flores del mal y el impulsor de "la modernidad", escribió a su favor. La marginalidad de la obra de Baudelaire, al igual que su imagen bohemia y escandalizadora (se le recuerda en las barricadas de la revolución de 1848 tratando de incitar al pueblo a que fusilara al general Aupick, su padrastro) poco tienen que ver con las aspiraciones profesionales de Delacroix, que aspiraba a ser miembro de la Academia donde, a pesar de sucesivas peticiones, no fue admitido hasta 1857- Pero, para la historia del arte, Baudelaire fue para Delacroix lo que Ruskin fue para Turner. Que la pintura de dos de las grandes figuras del Romanticismo esté estrechamente ligada a la de sus respectivos críticos evidencia hasta qué punto las relaciones entre el artista y su público habían cambiado ya en los inicios del mundo contemporáneo. 

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