miércoles, 8 de noviembre de 2023

Un mechón de tu cabello para venerar, Lizzie

 

'Ofelia', de John Everett Millais, en la Tate Gallery.

Un mechón de tu cabello para venerar, Lizzie

El recuerdo de la supermodelo y musa de los prerrafaelitas, Elizabeth Siddall, en un fragmento de su pelo

Un amigo me envió el otro día una foto de dos mechones de cabello de Lord Byron que se exponen en el Museo Nacional de Historia de Atenas. Cada uno hace lo que quiere con sus cabellos (yo cuando me los corto los recojo y los dejo en el jardín a disposición de los pájaros para que forren sus nidos, ¡y lo hacen!). Byron los repartía generosamente a sus amantes y admiradoras (feliz mortal dirán algunos por tener tantas; feliz mortal, dirán otros por tener tanto pelo), aunque a veces hacía trampas y por ejemplo a Caroline Lamb le endosó el mechón de uno de sus criados, el tío. Hay muchos mechones del poeta por ahí; una vez vi uno en Rávena, y en 2020 se subastó otro en Londres por el equivalente a 18.000 euros.

Hubo una época en Europa en la que intercambiar pelo (y luego conservarlo en un sobre o portarlo en un medallón) era algo obligado entre los amantes, un ritual con un punto de tricofilia, el fetichismo del cabello, también conocido como síndrome de Rapunzel, por la chica de larga cabellera de los hermanos Grimm (en el caso de ella que te escalaran el pelo era literal). La cosa del mechón tiene que ver con lo de la parte por el todo, claro. También por el fuerte simbolismo del pelo, el de la cabeza manifestación simbólica de la energía superior; el del resto del cuerpo de las fuerzas inferiores (lo que no impidió que Napoleón prefiriera conservar un trenzado del vello púbico de Josefina). Los mechones atenienses de Lord Byron son ambos de arriba (confiemos) y uno post mortem, cortado tras fallecer de fiebres el portador en Mesolongi en 1824 durante la guerra por la independencia de Grecia (acaso de haber tenido menos pelo no habría luchado contra los turcos sino ido a visitarlos, si se me permite la broma).

Un mechón de Byron me parece algo muy emotivo, incluso más que mi propio pelo (y cabe imaginar cómo cantarían los pájaros anidados en cabellos del autor de Las peregrinaciones de Childe Harold: “Ni el más ágil halcón volar pudiera/ con mayor gallardía y orgullo”). Pero mi mechón histórico favorito es el que vi una vez de Elizabeth Lizzie Siddall (1829-1862), la musa y supermodelo de los prerrafaelitas. Lizzie posó para la famosa Ofelia (1852) de John Everett Millais, se casó con otro de los fundadores del movimiento artístico, Dante Gabriel Rossetti, y fue también ella misma pintora y poeta.

A mí todo lo que tenga que ver con los prerrafaelitas me puede. Sé que se alzará más de una ceja porque hay mucha gente que los tiene hoy por relamidos idealistas y esteticistas reaccionarios, y desde luego mirar hacia antes de Rafael no parece muy progresista; pero yo ante sus cuadros es que me fundo. Con los prerrafaelitas estoy como Yeats en Innisfree, “y tendré paz allí, pues la paz gotea despacio/ allí la medianoche es toda un suave centelleo y la tarde es un fulgor de púrpura”. Resultó que un día estaba por Londres y, de camino a Foyles (cita obligada siempre), me encontré con que en la National Portrait Gallery había una exposición sobre la esencial contribución de las mujeres al movimiento prerrafaelita. Pre-Raphaelite Sisters, se titulaba la muestra, un guiño al nombre de la Pre-Raphaelite Brotherhood (PRB), la hermandad prerrafaelita. La exhibición era maravillosa y estaba llena de imágenes de esas mujeres enigmáticas, resplandecientes y de prodigiosas cabelleras. 

Pero si bien toda la exposición de las hermanas prerrafaelitas me apasionó, fue la sección dedicada a Elizabeth Siddall la que me dejó deslumbrado. Lizzie es la primera de la lista de las mujeres prerrafaelitas y el principal icono del movimiento. Se la recuerda sobre todo como la gran modelo de Rossetti y la Ofelia de Millais, pero la muestra de la National Portrait la reivindicaba como una importante artista y poeta. Empezó a pintar en 1852 y realizó un centenar de obras. Uno de sus cuadros que se exhibía era la pequeña acuarela Lady affixing pennant to a knight’s spear (c.1856), hermosísima escena que me recuerda algo a Encuentro en la torre de Sir Frederic William Burton y que remite al mundo de Ivanhoe. Parece que escribía poesía secretamente desde los 11 años, cuando leyó unos versos de Tennyson en un papel que envolvía un trozo de mantequilla. La producción que se ha conservado —véase My Ladys Soul, the poems of Elizabeth Eleanor Siddall, Victorian Secrets (sic), 2018— se reduce a 16 poemas, entre ellos los bellísimos Oh never wept for love that is dead y Thy strong arms are around me love, y algunos fragmentos. Nunca publicó ninguno en vida. Su cuñada, la poetisa Christina Rossetti decía que eran “demasiado dolorosos”.

Es conocida la anécdota de que mientras Millais la pintaba como Ofelia ahogada metida en una bañera el agua se enfrió (se apagaron las candelas que la mantenían caliente) y la profesional modelo, que continuó en su puesto por no distraer al enfrascado artista, se fue poniendo azul (color muy prerrafaelita, por otro lado) y sufrió una pulmonía, cuyo tratamiento la habría enganchado al opio. De salud frágil, melancólica, vulnerable y adicta, Siddall se casó con Rossetti tras diez años de relaciones en 1860 y murió en 1862 —después de alumbrar un niño muerto y sufrir un aborto—, de una sobredosis de láudano. Hay dudas de si dejó una nota de suicidio. Rossetti, que nunca dejó de ir con otras mujeres como Anne Miller, Jane Morris o Fanny Cornforth, en un arrebato de pena, culpabilidad y romanticismo agudo, depositó sus poemas manuscritos en el ataúd de Siddall, envueltos en los cabellos color cobre de ella, afirmando que ya no podría volver a escribir. Pero siete años después, en un triunfo del pragmatismo (y la literatura), hizo abrir la tumba para recuperar su obra y publicarla. Cuando preguntó a los desenterradores qué habían visto le dijeron que Elizabeth Siddall estaba sorprendentemente bien preservada y que el cabello le había seguido creciendo hasta llenar el ataúd. Al entregarle los poemas, tras desinfectarlos, encontró una madeja de pelo atrapada entre las páginas y un agujero de gusano en el medio.

En todo caso, el mechón de la joven que se exponía en la muestra londinense no era ese, tan macabro, sino uno que se le debió cortar al morir pues se acompañaba de un sobre en el que había estado envuelto (como el de la canción de Adamo) y en el que figuraba la inscripción a mano “Lizzie’s hair February 1862″, la fecha de su fallecimiento. En el mechón de Siddall —parte por el todo— cabe toda la historia de los prerrafaelitas y la suya propia, caben todas las flores con que se adornó Ofelia para su húmeda cita con la muerte, la melena que desbordó el ataúd trenzada de poemas, y toda la belleza y la melancolía del mundo. “Oh never weep for love that is dead/ Since love is seldom true, / But changes his fashion from blue to red,/ From brightest red to blue” (”oh nunca llores por el amor que ha muerto/ ya que el amor rara vez es verdadero/ sino que cambia su modo de azul a rojo,/ de rojo brillante a azul”). ¡Quién tuviera ese mechón para envolver con él el corazón maltrecho y anidar aladas esperanzas!

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