viernes, 20 de octubre de 2023

Sí abrazo árboles


"Sí abrazo árboles..."

por Caitlin Moran

El secreto más vergonzoso de Caitlin Moran.

Finalmente ha sucedido. Me han pillado. Mi secreto más vergonzoso ha salido a la luz. Y sí, es algo peor que aquella vez que fui a ver 'Salvar al soldado Ryan' a un cine de reestreno con mi hermana y, en medio de la peli, comenzamos a googlear algo en nuestros móviles. Cuando comparamos pantallas (con la ingenua idea de que habíamos buscado lo mismo) descubrí que lo suyo era "cómo hacerse voluntaria para ayudar a personas con estrés postraumático"; mientras yo había estado buscando fotos del "hijo buenorro de Tom Hanks". Así es la vida.

Pero lo reconozco. Esto es incluso peor. Por la mañana, un hombre que caminaba por el parque tirado por un perro schnauzer paticorto me ha visto abrazar un árbol. Y no, no me refiero a un momento casual en que te permites recostarte cuando estás cansada o te tropiezas. No, hablo de un completo, con los brazos y las piernas abiertas, apretando. Como si alguien hubiera disparado con un cañón a un teleñeco contra el tronco.

Como éramos dos británicos en una situación incómoda, el tipo que me vio no dijo nada y yo, por supuesto, tampoco. Solo se quedó mirándome por un momento, sorprendido, mientras me separaba del árbol en un torpe pero educado gesto de: "¿Quieres probar?". Pero él sacudió la cabeza para indicar que no, que lo suyo no era ligar con Bárbol, de 'El señor de los anillos', y continuó su camino.

Yo, por mi parte, intenté terminar mi sesión: por lo general "estoy" con un árbol durante cinco minutos, pero esta vez se había roto la magia. Había quedado como la típica señora new age un poco gagá: me acababan de sacar del armario como una de esas abrazadoras de árboles.

Sabía que este día llegaría. De hecho, he estado preparando mi argumentario durante meses. Porque cuando te propones aprender realmente sobre los árboles, te das cuenta de que son lo bastante excéntricos como para justificar que los abraces. Hay investigaciones que sugieren que cada bosque tiene un "árbol reina": el más grande y el más antiguo, que utiliza una red de raíces y hongos para enviar nutrientes a otros árboles más débiles o que están ante algún tipo de peligro. He leído que el gobierno japonés ha gastado más de cinco millones de euros en demostrar que las emisiones de fitoncidios de los árboles —una especie de compuesto antimicrobiano natural que emiten ciertas plantas— reducen el cortisol, la frecuencia del pulso y la presión sanguínea, y aumentan la actividad nerviosa parasimpática. En pocas palabras, abrazar a un árbol te puede dar un colocón que no veas. Solo que ellos lo llaman shinrin-yoku o "baño de bosque" y su gobierno lo lleva recomendando desde 1982.

Os juro que no sabía nada de todo eso cuando empecé a abrazar árboles el año pasado. Lo hice porque mi perra es tan feliz cuando vamos al parque, husmeando, dando vueltas y saltando alrededor de los árboles, que quería un poco de esa alegría para mí, y observar el bosque no me parecía suficiente. Quería volver a casa, como mi perra, cubierta de hojas y pedazos de corteza, antes de derrumbarme en el sofá. La miraba, celosa, mientras dormía, y aquello me hizo darme cuenta de la verdad: cuando codicias la satisfacción de un animal pequeño, colgado y payasete, tal vez tengas mucho que aprender de un animal pequeño, colgado y payasete. Así que me dije que a lo mejor venía siendo hora de dejar de lado las cosas humanas adultas como el vino, las apps de mindfulness y la cafeína, y hacer otras cosas que también te hacen parecer un poco idiota.


Comencé por abrazar abedules péndulo, pero son unos árboles tan elegantes e imponentes que lo nuestro no duró mucho. También apoyé mi rostro en un haya y me hizo sentir inesperadamente rechazada. Pero luego encontré un roble que estaba, y creo que puedo decirlo con total seguridad, tonteando conmigo con un estilo provocador que parecía decir: "Vas a ver lo que es este tronco". En ese momento comprobé que no había nadie alrededor, lo abracé y sentí que mi sistema nervioso susurrara un profundo: "Ufff...", como si un montón de inquietud se hubiera disuelto instantáneamente. " ¿Qué está pasando entre este árbol y yo? ¿Cómo es que esto funciona? –me pregunté como persona de ciencia que soy (no os riais, que entendí casi toda la película Interstellar, ¿eh?)– ¿Estoy experimentando vibraciones físicas sutiles al sostener algo del tamaño de una ballena que bombea incesantemente litros de agua de la raíz a la punta? ¿Hay alguna conexión primordial entre todos los seres vivos en la Tierra? ¿Acaso estoy recibiendo un súper chute de fitoncidios?". Mientras caminaba a casa en estado contemplativo, no dejaba de darle vueltas. Pero mi burbuja verde estalló cuando me di cuenta de que, probablemente, mi excitación se debiera a que abrazar a ese árbol había sido la única interacción que había tenido esa semana con algo a lo que no tuviese que alimentar, lavar, aconsejar, divertir, cepillar, reparar, aspirar, encerar, enviar por correo electrónico, editar, simpatizar o golpear con un martillo. Y eso también cuenta.

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