jueves, 11 de agosto de 2022

Retrato de Luis XIV

 

Retrato de Luis XIV

El Rey Sol.

Hyacinthe Rigaud

Francia, 1701

Título original: Louis XIV, roi de France

Museo: Louvre, París (Francia)

Técnica: Óleo (277 x 194 cm. )

Escrito por: Álvaro García Moreno

Pensar en el Barroco o en la Francia del siglo XVII es pensar en Luis XIV, y pensar en Luis XIV es pensar en el retrato que le pinta Hyacinthe Rigaud en 1701. Este retrato de Estado existe en el ideario popular como la imagen más representativa del monarca y de la monarquía absolutista. Aunque pueda parecer un retrato regio más, la realidad que esconde esta obra es mucho más interesante de lo que se percibe a simple vista.

La tradición renacentista dictaba que al Rey se lo representara vestido de armadura o con un elaborado manto de armiño cuajado de flores de lis. Por lo general estático e impasible, el monarca retratado debe encarnar lo que los franceses denominaban grandeur (grandeza). Ese aire mayestático está muy presente en la obra de Rigaud, aunque el pintor introducirá algunos elementos tan novedosos como rompedores, que han conseguido hacer que el retrato se distinga entre todos los demás que se han hecho de Luis XIV. En el cuadro se conjugan hábilmente realismo e idealización: mientras que el rostro del Rey es el de un hombre de su edad (un sesentón de ojos cansados y escasa dentadura), se ha colocado en un cuerpo evidentemente joven, como evidencian los lustrosos y trabajados gemelos de bailarín que luce sin ningún pudor.

Tampoco duda Rigaud en subvertir imágenes tradicionales para darles nuevos significados. El cetro, símbolo del poder del Rey, se gira y se convierte así en un bastón para caminar, que lejos de anunciar la incipiente decrepitud del anciano evidencia su personalidad de dandi y su intención de presentarse ante sus súbditos como una suerte de «primer caballero del reino», en palabras del historiador británico Peter Burke.

Aunque Luis XIV lo encargó como regalo para su nieto, el joven Felipe V de España, gustó tanto en Versalles que no solo no llegó a salir jamás de Francia, sino que se encargaron cientos de copias para repartirlas por todos los rincones del país. Las imágenes, casi sagradas, se respetaban como si se trataran del Rey mismo, y se consideraba una ofensa a la real persona el darles la espalda o no inclinarse ante ellas.

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